Conocí a Gerardo en 1997. Era muy buen amigo de Ana Francis Mor quien en esa época me asistía en mi primer montaje profesional en el Centro Universitario de Teatro. Habían cursado juntos la carrera de actuación en el Foro Teatro Contemporáneo con Ludwik Margules. Para mi montaje necesitaba diseño y edición de video y Gerardo, quien por entonces trabajaba de medio tiempo editando videos para un pequeño partido político -había también estudiado Ciencias de la Comunicación en el TEC-, le pareció a Ana Francis el candidato idóneo básicamente porque tenía acceso a los fierros que se necesitaban para editar VHS. Así que me lo presentó. Aquel montaje – El Espíritu de la Pintora de Alberto Castillo- terminó siendo una extravaganza multimedia gracias, en buena medida, a la creatividad delirante de Gerardo. Su aportación le dio sentido y tono al montaje y lo llevó mucho más allá de lo que yo podría haber imaginado en un principio. Entendamos también que en 1997 producir y editar videos no era cosa fácil. No se resolvía con un teléfono inteligente y una app. Era un trabajo muy artesanal que requería un gran nivel de obsesión. Así que esa fue mi primera impresión de Gerardo: un torbellino creativo cuya capacidad de enfoque y compulsión por el trabajo no se parecían a nada que yo hubiera conocido hasta entonces. Pero lo que más llamó mi atención: en aquellos videos había un lenguaje despiadado por su humor, un sentido del absurdo tremendamente original y un desenfado notable a pesar del su gran profesionalismo.
Ger era un tipo físico singularísimo: menudo, de rasgos poderosos, una nariz extraordinaria y unos ojos que miraban hondo y se perdían a lo lejos. Un tipo antiguo, diría mi mamá. De otra época. Sacado de algún cuadro barroco (o de un cómic porque a pesar de su intensidad había algo que te hacía sonreír de solo verlo).
Durante el proceso de ensayos de aquella obra de Alberto Castillo, un día Gerardo se animó a mandarme un sobre con una obra que él había escrito. Para que la leyera y le diera mi opinión. En aquel entonces yo también trabajaba en una oficina – como Gerardo, acababa de terminar mis estudios y había que pagar la renta de algún modo-. Recuerdo vívidamente que las secretarias de los escritorios contiguos tuvieron que levantarse para preguntarme si necesitaba yo agua o algo porque tuve un ataque de risa realmente incontrolable mientras leía por primera vez Las Tremendas Aventuras de la Capitana Gazpacho. Mi admiración por Gerardo se multiplicó y de inmediato le dije que me encantaría dirigirla.
Había en aquella dramaturgia una originalidad sorprendente. Por una parte, el texto fluía como cascadas de palabras que se derraman sin esfuerzo aparente. Su estilo de escritura me recordaba a Beckett, a Valle Inclán, al Teatro Español de los Siglos de Oro, a Lewis Carroll, a las viñetas cómicas; pero sus personajes y situaciones construían una cosmogonía perfectamente articulada que no se parecía a nada. Y estaban vivos, vivísimos. Eran carne, hueso, sudor, corazón y sangre. Esos personajes inopinados existían con más intensidad que muchos otros y exigían ser encarnados y levados a la escena. Teatro clásico al instante.
Poco después me enteré que Gerardo había escrito esa obra pensando en sus compañeros de carrera y que cada personaje ya tenía a su actor asignado. Él escribía a partir de la persona. Percibía a la persona y desentrañaba sus secretos para luego transformarlo en personaje. Sus obras son islas de personajes insólitos que se articulan desde la profunda necesidad de sobrevivir. Al final, de los seis personajes de La Capitana… cuatro fueron interpretados por quienes los inspiraron originalmente y dos fueron actores propuestos por mí. Susana Garfel hizo a la Capitana Gazpacho, Moni Huarte a Mina Fan, Ana Francis Mor a Circa Mártir, Juan Carlos Vives a Pompeyo, el Domador de las Esposas, Romina Garibay a Honorosa, la Mujer y el propio Gerardo había escrito para sí el papel de Catalino, el Escudero.
A finales de los noventa era muy poco común que un dramaturgo actuara o que un actor escribiera teatro. Desgraciadamente, las funciones en el teatro estaban muy claramente diferenciadas y nadie se metía en el territorio del otro. Pero Gerardo era un hombre de teatro y sobretodo, un animal de la escena. Su escritura se nutría de su amor por el actor y por la escena y de ahí su potencia. El proceso de montaje de La Capitana… fue, en ese sentido, sorprendente. El dramaturgo Gerardo nunca estuvo presente en los ensayos. Nunca. Jamás hubo una discusión a propósito del contenido, de las palabras, de la idea que el dramaturgo tuviera del personaje o de las situaciones. Gerardo fue un actor entregado, disciplinado, entusiasta, incansable y tremendamente arriesgado. Y así fueron los casi seis meses que nos llevó ensayar y montar esa obra que por fin vio la luz el 13 de junio de 1998 en el Foro la Gruta del Centro Cultural Helénico.
El montaje fue recibido con entusiasmo unánime y la compañía recibió premios, giras y una muy larga temporada. La Asociación Mexicana de Críticos de Teatro le dio a Gerardo el premio Óscar Liera a la mejor Dramaturgia y a partir de ese momento sus carreras como dramaturgo y actor se catapultaron. Actuó en cine con Raúl Busteros en Otaola o la República en el Exilio, en teatro bajo la dirección de Hilda Valencia (Crónicas Sonámbulas), Víctor Weinstock (Catalina dos Cabezas) o Fabiola Rivera y Concepción Reséndiz en el montaje de su propia obra Rebelión o la farsa en pedazos.
Su voz como dramaturgo siguió buscando tierra fértil en el encuentro con equipos de actores a partir de los cuales desarrollar sus mundos. Y fue en nuestra segunda y más entrañable colaboración donde Gerardo encontró la que yo considero la expresión más acabada (y transgresiva) de su arte: Geografía o a qué mirar las estrellas.
De vuelta al CUT, su director de la época, mi maestro José Ramón Enríquez quien había reconocido en la voz de Gerardo a un espíritu visionario, nos pidió volver a hacer equipo para escribir y montar la puesta de verificación de tercer año de un grupo de estudiantes.
El proceso fue intensamente revelador para mí porque me tocó ver a Gerardo en la más rudimentaria de las cocinas creativas. Partimos de ejercicios para construir personajes con la finalidad, no de encontrar a los habitantes de la obra en ciernes, sino de que el autor pudiera conocer la potencia creativa de los actores, sus obsesiones e inquietudes a través de un viaje escénico práctico. Lo que Gerardo estaba haciendo era una especie de disección de los organismos vivos que habitaban la escena a través de múltiples y variados ejercicios. Gerardo anotaba y anotaba. Miraba hondo, miraba lejos. Absorbía. Al cabo de algunos meses, me llevó a mi casa un texto de apenas 24 cuartillas que leí con avidez. En él estaban todas las potencias de una historia delirante. Pero la historia no despegaba. Los personajes eran poderosos, el planteamiento también, pero la historia no se desarrollaba. Gerardo me confesó que tenía miedo de que el material se le desparramara y se saliera de su control. Yo lo invité a desparramarlo y a soltar el control. Para mi gusto, la potencia que tenían esas 24 páginas iba mucho más allá del control de ninguna de las partes involucradas. Tres días después me entregó 98 cuartillas con las cuales levantamos el montaje y vivimos uno de los procesos más intensos y exigentes que hubiéramos podido imaginar.
El montaje no fue un éxito como La Capitana… Demasiado oscura. Demasiado exigente, quizá. Su osadía dramatúrgica había tocado un nuevo límite. Sin embargo, ese viaje dejó una huella indeleble en quienes participamos en él. El nivel de arrojo y compromiso de los diez jóvenes actores fue inolvidable y desde luego les auguró carreras brillantes. Mariana Gajá hizo a Atrofita, Humberto Busto a Asperodio, Héctor Kotsifakis a Hiperbolio, Marisa Rubio a Tarancinta, Yurira del Valle a Marrenka, Miguel Ángel Barrera a Cosmogonio, Grisel Hernández a Purita, Anís Rangel a Solita, Angélica Lara a Elmeroda y Mayahuel Tecozautla a Madrita. Geografía o a qué mirar las estrellas es una obra que merece ser revisitada y estudiada mucho. La estrenamos en agosto de 1999 en el Teatro Santa Catarina. El siglo se terminaba.
Gerardo vivió apenas un año más. La última vez que lo vi fue en el estreno de una reposición de La Capitana… en septiembre del 2000 en La Gruta. Su mirada era más profunda que nunca. Su horizonte, lejanísimo. Dejó inconclusa su adaptación de la Noche de Reyes de Shakespeare que, a la postre se convirtió en uno de sus más grandes éxitos: La Noche en que raptaron a Epifania la dirigió Ana Francis Mor brillantemente y le garantizó a Gerardo un lugar en la posteridad. Paradójico, porque a él lo que le gustaba, como a cualquier artista de la escena, era el presente y el contacto humano. No creo que la posteridad le dijera mucho. El actor dejó la Tierra el 26 de octubre del año 2000. El dramaturgo se hizo inmortal y se convirtió en premio nacional de dramatugia joven. Los que nos quedamos tuvimos un nuevo motivo por el cual mirar las estrellas.